Al principio sacrificamos el alcohol. Tuvimos que hacerlo, o él hubiera acabado con nosotros. Pero no podíamos liberarnos del alcohol si no hacíamos otros sacrificios. La vanidad y la pomposa mentalidad tuvieron que desaparecer. Tuvimos que echar por la ventana la justificación propia, la autocompasión y la ira. Tuvimos que retirarnos de la desatinada competencia por el prestigio personal y los enormes saldos bancarios. Tuvimos que asumir la responsabilidad de nuestro lamentable estado y dejar de culpar a otros por ello. ¿Fueron aquellos realmente sacrificios? Sí, lo fueron. Para obtener la humildad y el respeto propio, suficiente siquiera para permanecer vivos, tuvimos que desechar aquello que había sido nuestra más cara posesión: nuestras ambiciones y nuestro ilegítimo orgullo. Pero aun esto no fue bastante. El sacrificio tendría que ir mucho más lejos. Otra gente habría de beneficiarse también. De manera que empezamos el trabajo del Duodécimo Paso; empezamos a llevar el mensaje de A.A. Sacrificamos tiempo, energía y aun nuestro dinero para hacerlo. No podíamos conservar lo que teníamos si no lo entregábamos completamente. ¿Pedimos a los recién iniciados que nos dieran algo? ¿Les pedimos que nos dieran poder sobre sus vidas, o fama por nuestro trabajo, o algo de su dinero? No, no lo hicimos. Encontramos que si pedíamos alguna de aquellas cosas nuestro trabajo perdía su eficacia. Así, aquellos deseos naturales tuvieron que ser sacrificados; de otra manera, nuestros iniciados recibían muy poca o ninguna sobriedad, y nosotros tampoco la obteníamos. Así aprendimos que el sacrificio debería tener un doble beneficio o ninguno en absoluto. Empezamos a conocer la clase de entrega de nosotros mismos que no tenía consigo un rótulo de precio.
Queda expresada mi necesidad de abandonar voluntariamente aquella idea o deseo que albergué dentro de mi por tanto tiempo. Es cuanto.
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