viernes, 21 de enero de 2022

Superar la idea de la adicción como enfermedad




Ensayo completo, interesantísimo, que podríamos incluir como Criterios Profesionales como lo hace el Plenitud o algo así.

Debemos superar la idea de que la adicción es una enfermedad
En 2010, poco más de un año después de haberme graduado de la facultad de medicina, ingresé a un pabellón psiquiátrico en el Hospital Bellevue debido a un consumo excesivo de alcohol y Adderall.
  En mi primer día ahí, por fin estaba listo para reconocer que tenía un problema de adicción. Sin embargo, tras algunos días solo en el pabellón, comencé a llamar a mis amistades en un intento por conseguir que validaran mi cambio de opinión de que mi problema no era tan grave después de todo.
 La negación es común para las personas que abusan de sustancias. Pero, en mi caso, la idea que tenía de la adicción obraba en mi contra. Pensaba que la adicción era una enfermedad mental extrema, un “padecimiento”, como aprendí en la facultad de medicina y más tarde en rehabilitación. Entendí la adicción como un estado de salud deteriorado que me separaba de la población normal.
 La adicción como una enfermedad tenía sentido para mí al principio, pero pronto me di cuenta de lo dañino que era ese punto de vista.
 Las muertes anuales por sobredosis en Estados Unidos hace poco llegaron a 100.000, un récord para un solo año, y esa cifra histórica demuestra la trágica insuficiencia de nuestro paradigma actual de la “adicción como una enfermedad”. Pensar en la adicción como una enfermedad puede hacernos creer simplemente que la medicina puede ayudar, pero el lenguaje que usamos para hablar de las enfermedades también simplifica demasiado la historia y conduce a la perspectiva de que la ciencia médica es el mejor y único marco de referencia para entender la adicción. La adicción se convierte en un problema individual, reducido al nivel biológico. Esto limita la visión de un problema complejo que requiere apoyo comunitario y sanación. 
 Cuando ya llevaba algunos años en recuperación, comencé a estudiar adiccionología, en buena medida para entender qué había fallado en mí y en mi familia (mis dos padres eran alcohólicos). Casi no encontré ayuda en mi campo de estudio, el cual está dividido en escuelas de pensamiento que en ocasiones no concuerdan en cómo funciona la adicción. Por lo tanto, de buscar en la medicina y la ciencia pasé a buscar en la historia, la filosofía y la sociología; la adicción es una idea con una historia larga, complicada y controversial, la cual data de hace más de medio milenio. Esa historia profundizó mi entendimiento de la adicción y contribuyó a que cobraran sentido mis propias experiencias.
 Hace alrededor de 500 años, cuando la palabra “addict” (adicto) ingresó al idioma inglés, significaba algo completamente diferente: era algo más parecido a una “fuerte devoción”. Era algo que hacías, en vez de algo que te ocurría. Por ejemplo, un escritor de la época aconsejó a sus lectores a ser “adictos a todos los actos que los llevaran a alcanzar la vida eterna”. Mis experiencias y las de mis pacientes parecen estar más alineadas con la manera en que los escritores de los siglos XVI y XVII describían la adicción: una elección desordenada, decisiones que salían mal. 
 Benjamin Rush, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y uno de los médicos más influyentes en el país a finales del siglo XVIII, se enfocaba en particular en las enfermedades mentales. Fue famoso por describir la ebriedad habitual como una enfermedad crónica con recaídas. Sin embargo, Rush argumentaba que la medicina solo podía ayudar en parte; reconocía que las políticas sociales y económicas eran factores determinantes en el problema. Fueron los movimientos posteriores contra el consumo de alcohol de las décadas de 1820 y 1830 los que enfatizaron el uso del mismo léxico draconiano que se usaba para las enfermedades al insistir en que las personas con problemas de consumo excesivo de alcohol habían sido dañadas por una especie de biología reduccionista, que el “ron demoniaco” controlaba al individuo, como en una posesión.
Es muy importante tener cuidado con estas historias deterministas. Tales narrativas reduccionistas se utilizaron en repetidas ocasiones como justificación para campañas racistas y opresoras en Estados Unidos, contra fumar opio chino a principios del siglo XX y contra el crack en la década de los ochenta, lo que se describía como un problema principalmente de barrios negros. Ahora, en medio de una epidemia de sobredosis de opioides, es más probable que la adicción se considere una enfermedad, pero el léxico que se usa para hablar de las enfermedades no ha eliminado la noción engañosa de que las drogas tienen todo el poder. 
 No todos los problemas de drogas son problemas de adicción, y en los problemas de drogas influyen en gran medida las injusticias y las desigualdades de salud, como la falta de acceso a trabajos significativos, la inestabilidad de vivienda y la opresión flagrante. La noción de enfermedad, sin embargo, oculta esos hechos y limita la visión a respuestas criminales contraproducentes, como establecer medidas prohibicionistas duras. 
 En contraste, actualmente, las descripciones de “enfermedad en el cerebro” implican que las personas no tienen capacidad de elección o autocontrol. Esta estrategia tiene como objetivo evocar compasión, pero puede resultar contraproducente. Estudios han descubierto que las explicaciones biológicas para los trastornos mentales aumentan la aversión y el pesimismo hacia las personas con problemas psicológicos, incluyendo la adicción. Lo que es necesario ahora más que nunca, con las muertes por sobredosis al alza, no es el fatalismo ni la deshumanización, sino la esperanza.
 No digo que la adicción no sea un problema real y, como una persona en recuperación de las adicciones, nunca negaría que es un problema que plantea desafíos profundos de autocontrol. Sé que a algunos de mis compañeros en recuperación y a sus familiares la analogía de la enfermedad les ayuda a que cobren sentido las batallas y el terrible colapso de la razón cuando parece que las personas no logran cambiar a pesar de sus mejores esfuerzos.
 Existen innumerables maneras de encontrarle sentido a la adicción y muchos caminos hacia la recuperación. Pero el enfoque de la adicción como una enfermedad no consigue capturar gran parte de la experiencia de la adicción, y no hace falta emplear el léxico de la enfermedad para demostrar la necesidad de un tratamiento humano.
 Ahora estoy agradecido de estar en recuperación de la adicción. He hecho las paces con la idea de que soy el tipo de persona que no debe beber alcohol, al menos por hoy. Pero no necesito considerarla una enfermedad para que sea así. Creo que despertar de una adicción es un gran regalo, porque nos señala el camino de las luchas humanas universales con el autocontrol y la forma de trabajar con nuestro dolor. En ese sentido, la adicción es profundamente común y contigua a todo el sufrimiento humano. No podemos acabar con ella, ciertamente no podemos curarla y la medicina por sí sola nunca nos salvará. Pero si dejamos atrás la idea de la enfermedad y nos abrimos a un panorama más completo de la adicción, podremos encontrar más matices, más atención y más compasión.

Véalo aquí:
 Carl Erik Fisher es un psiquiatra especializado en adicciones, bioeticista y autor de The Urge: Our History of Addiction.

martes, 18 de enero de 2022

Un valedor llamado Tomás




En realidad, aunque era paisano de mi Jalpa mineral yo apenas supe de el maestro Mojarro a finales del siglo pasado por ahí del 1999, que fue cuando el patrón Manuel instaló bocinas en todo el taller para que todos escucháramos lo que a él le gustaba nomas por sus hue deseos. Para mi sorpresa y ventura también a mi me agrado desde un principio lo que escuché.
 Pues de ahí paso a ser de mis favoritos. Hombre de palabra, diferente en mucho al común de los mortales. De esos seres que por su respeto al bienestar de otros y por esa mugre necesidad de ver por los demás (creo yo), dejaba de ver por si mismo. 
Escritor, poeta, narrador, docente, periodista...
 Tendremos presentes sus anécdotas muchas de ellas transformadas en fabulillas; su taller de lectura, y su siempre punzante oposición razonada, con cifras, datos y sin violencia al sistema, esté quien estuviese al frente.
Saben que él creía firmemente que la única oportunidad de terminar con la injusticia y el mal gobierno es reunirse y agruparse en células (a la manera de los doble a), para unidos ser fuertes?


Dejo por aquí esto que salió en El Economista

En la primera mitad de los setenta, cuando al hoy centenario Luis Echeverría, una caterva de políticos irresponsables, corruptos e indecentes, encabezada por él mismo, le hacían creer que nadie había gobernado el país mejor que él: instituyendo fideicomisos para el fomento ejidal, para promover el turismo, para la cría del conejo, para estimular al Tercer Mundo; inclusive, llegó a crear un fideicomiso para apoyar a los demás fideicomisos. Gobierno dinámico de giras y juntas, asambleas, acuerdos hasta las dos o tres de la madrugada, sin tiempo para hacer pipi. Como dijo Gonzalo N. Santos, a Echeverría no le alcanzaba el día para hacer pendejadas.
 Fue por esos años, 1973 o 74 cuando capté en el radio una voz que dijo algo que me hizo reír e inmediatamente, una frase que me hizo pensar. La estación que transmitía esa voz era Radio Universidad, el programa se llamaba ‘Palabras sin reposo’ y el dueño de la voz era Tomás Mojarro, quien al dirigirse a sus escuchas los adjetivaba como valedores.
 Durante varios años, siempre que podía, sintonicé ese programa donde Mojarro hacía amenas glosas con sentido del humor de caricaturas publicadas en los periódicos. Más de una vez la glosa era más graciosa que la misma caricatura. También leía, con intención crítica y satírica, declaraciones insustanciales y burdas expresadas por políticos o artistas, así como escritos reaccionarios u opiniones fascistas de funcionarios, escritores o periodistas. De ahí surgió el programa ‘Paliques y cabeceos’ que fuera transmitido, los sábados, en el mismo horario. 
 En el transcurrir del programa, inventó una familia y un vecindario donde desarrollar su crítica social. Ahí hacían acto de presencia su primo el Jerásimo, priista, siempre a medios chiles, “humildoso con los de arriba y despótico con los de abajo”. También salían a relucir el Ariel y la tía Conchis; su maestro Táchira; así como el Juguero y Tano que era vulcanizador y travesti con el nombre de “La Princesa Tamal”. 
 También lo seguí en el periodismo a través de su columna ‘Para leer entre líneas’ publicada en el ‘Uno más uno’. Después escribió en muchos diarios y revistas. Famosas se hicieron sus fabulillas siempre con el mensaje y la idea de hacer “un llamado al paisanaje para que, sin las armas, vayamos al cambio”.
 Mojarro escogió para dirigirse a su público, —escuchas, televidentes y lectores— el término de valedores por considerar que éstos, al escucharlo, verlo o leerlo, le daban valor, lo hacían valer. Y así como él llamó a sus oyentes, espectadores y lectores, éstos llamaron al maestro: Valedor.
 Ya en este siglo siguió en Radio UNAM los domingos de once a doce con un programa que en un principio se llamó Domingo 6 y, posteriormente, Domingo 7. Ahí lo escuché antes de la pandemia. Durante ésta varias veces traté de sintonizarlo sin lograrlo.
 El maestro Mojarro que nació en Jalpa, Zacatecas, el 21 de septiembre de 1932, murió en esta capital el pasado martes. Fue un hombre de una sola pieza, de gran congruencia entre su pensar y su actuar. Refractario a las cofradías de elogios mutuos. Desechó premios y chayotes.
 Fue un escritor de ficción muy destacado. En su primer libro de cuentos publicado en 1960 ‘El Cañón de Juchipila’, se adivina una influencia de Juan Rulfo que fuera su valedor. En 1963 escribió su novela “Bramadero” que suscitó la admiración de Alejo Carpentier. También escribió en 1966 su autobiografía. Ese mismo año otra novela: Malafortuna y en 1973 Trasterra. En 1986 publicó, Yo el Valedor y el Jerásimo. Su última publicación fue en 1998: ¡Mis valedores! Al poder popular. 
 Dirigió talleres de lectura, teoría política y creación. Todo lo hizo con pasión, humildad y disciplina. Aunque una calle de Jalpa lleva su nombre, el Valedor merece, que al igual que un personaje del Cañón de Juchipila, le compongan un corrido. 
 Termino con una de sus frases: “En México hay libertad de autocensura”. 

 Tomado de: Manuel Ajenjo Escritor y guionista de televisión.

Dejo aquí también el link de su página para los que no supieron de él lo conozcan- si quieren - .